Paul York y Nueva Auster o del mutuo reflejo
17/04/2010
Ya lo voy entendiendo bien, Paul; ha sido muy astuto de tu parte. Porque ahora que me has mandado caminar por Nueva York me doy cuenta de que la ciudad no es más que un espejo puesto frente a otro espejo, reflejados infinitamente hasta la insoportable confusión, y eso es todo, verdadera metafísica.
Entonces no me desconcierta demasiado que tus detectives –que no siempre son detectives de profesión- se involucren en incomprensibles investigaciones que poco a poco los va desdibujando, los vuelve otros, desconocidos, temibles… No estoy desconcertado, Paul, de veras; pero la verdad es que me has dejado un extraño sabor de boca…
Si en la literatura policiaca de finales del siglo XIX y principios del XX lo sustancial era la resolución de cada uno de los enigmas hacia el término del relato, en la siguiente generación surgió una reinventada novela negra que dio mayor relevancia al total de una enriquecida narración y no sólo al descubrimiento de misterios. Sin embargo, en la literatura que el escritor norteamericano Paul Auster compila en su libro La trilogía de Nueva York (1985-1987) se advierte una relectura controversial del género policiaco: el problema jamás encuentra solución. O, por lo menos, no se resuelve como el autor va obligando astutamente a que espere el lector. Como sea, la desazón lo mismo es torturante.
La trilogía de Nueva York, obra que le valió a Auster un irreductible prestigio internacional, reúne tres de sus novelas cortas (no policiacas sino detectivescas) escritas entre 1985 y 1987. La primera de ellas, Ciudad de cristal, es una minuciosa revisión de las obsesivas investigaciones de Daniel Quinn, un escritor de literatura policiaca a quien no le importa haber sido confundido con un detective y acepta resolver un caso, procurando pensar siempre como el lúcido personaje que él mismo ha creado en sus ficciones. Paulatinamente, Quinn se extravía en una historia de complejas implicaciones bíblicas y perturbadoras consecuencias paternofiliales.
En Fantasmas, segunda narración, un detective privado es contratado para vigilar incesantemente a otro sujeto durante un tiempo indefinido (trece días, ocho años). No hay otra instrucción, sólo vigilar las cosas que hace, con discreción, en silencio, sin siquiera pensar en la posibilidad de la observación de segundo orden: alguien que vigila al vigilante…
Por último, La habitación cerrada cuenta la historia de un hombre que enfrenta viejos odios desde el momento en que la mujer de su mejor amigo de la infancia, lo pone al tanto de que éste ha desaparecido inexplicablemente; luego se propone investigar con el fin de encontrarlo, pero a medida que pasa el tiempo sus intenciones primigenias se van trastocando.
Por supuesto, las narraciones de La trilogía de Nueva York pueden leerse por separado, pero sólo en su conjunto –aunque tal vez se trate de una mera sugestión causada por tanta cosa inentendible- se comprende que los tres relatos conforman una vertiginosa espiral en la que los protagonistas, resignadamente, sin excepción, arrojan su vida y aceptan seguir en estos “thrillers metafísicos” –como alguien los llama- con la única esperanza de quien sueña una pesadilla espantosa: despertar, por favor, ya.
Paul Auster, cuyas referencias literarias remiten a Cervantes, Dickens, Kafka, Becket y Montaigne, hace de estas tres piezas una amplia parábola de la obsesión, de su consecuente (y violento) cambio de comportamiento y, en general, de la deriva psicológica que es moverse en una ciudad como Nueva York: ese otro universo, peligroso, indiferente, azaroso, como un puño cerrándose con todos los lugares posibles dentro.
Gracias por el aporte.