Toole y su fatídica lucha contra los necios
08/01/2011
Ni la recesión económica de hace dos años ni el armamento nuclear que se dice esconde Norcorea son las grandes amenazas del sistema y estilo de vida norteamericanos.
Si todos los que hemos abrazado una parte de la cultura y el lifestyle gabacho leyéramos y releyéramos las dos obras de John Kennedy Toole, no tendríamos el mayor empacho en pesar que “el imperio” ha sido derrocado, al menos en nuestra conciencia.
Y es que ese imperio ha quedado finiquitado por sus propias contrariedades económicas y ridiculizado por su hipocresía y doble moral, o al menos esas son algunas de las agudas observaciones que nos regala el escritor nacido en Nueva Orleans en 1937 y fallecido prematuramente en 1969.
Su par de magnánimas obras colocan a John Kennedy Toole como uno de los escritores más ingeniosos del siglo pasado, que recibió el reconocimiento que merecía demasiado tarde (incluido el Pulitzer de 1981) gracias a su soberbia A Confederacy of Dunces (La conjura de los necios).
Nos referimos a una obra revolucionaria, convulsiva, que contrae la narrativa de una forma cómica pero que en su análisis intertextual deben encontrarse un sinfín de referentes históricos, políticos, literarios, y filosóficos y que al mismo tiempo permite entender otros debates interdisciplinarios de la época.
El célebre protagonista de la obra, Ignatius Reilly, le acomoda una tunda al sistema norteamericano: un grotesco y bigotón obeso de 30 años, en antaño universitario, antisocial, con un pensamiento basado en la filosofía y teología medievales, de contradictorias percepciones sexuales, que despedaza la maquinaria del capitalismo junto con su inherente concepto de progreso a través de un ideario que escribe en decenas de cuadernos “Gran Jefe” y que espera algún día sea publicado.
Una mente brillante del supuesto oscurantismo medieval atrapada en la era de la (pos) modernidad… pero su estilo de vida resulta exageradamente más tipificado que el de cualquier otro norteamericano: sucio, mentiroso, hipocondríaco, egoísta, infantil, esperanzado a que su diosa Fortuna (la gran parodia del sistema) lo acobije mientras él mismo la desbarata desde adentro, en la paupérrima fábrica Levy-Pants o desde un carrito de salchichas.
Los personajes que rodean a Ignatius y los distintos escenarios que Toole dibuja, permiten darnos cuenta del denigrante estado en el que se encontraban los barrios y la sociedad sureña de los 50, con un repugnante trato contra los negros (cuyo epicentro está en el Noche de Alegría, aún cuando aquí también este el epicentro de los pasajes más chuscos), los obreros (aún siendo la propia autoridad, personificada en un tísico Mancuso), una forma de vida basada en apariencias (su madre, la Sra. Reilly), la doble moral que tanto ha caracterizado a los norteamericanos (Santa Battaglia), un infundado temor al comunismo propio de los primeros años de la guerra fría, y el menosprecio y la represión de las subculturas nacientes (Mirna Minkoff).
El entramado narrativo de La Conjura de los Necios es aderezado con cartas que escribe el protagonista y noticias de diarios que enriquecen el relato y que mantienen al lector, si bien con la garganta a punto de estallar a carcajadas, también con un dejo de suspenso cuya catarsis no cesa hasta el final, cuando el protagonista parece haber vencido, aunque sólo haya logrado escapar y adentrarse en un futuro incierto.
Ese mismo final de incertidumbre que tuvo Ignatius era el mismo que no quería padecer Toole, quitándose la vida en su propio coche; empero, el legado de su Conjura de los Necios estará siempre vigente y se respira hondamente cada vez que el sistema entra en crisis o al borde del colapso (gracias Wikileaks).