Ya lo voy entendiendo bien, Paul; ha sido muy astuto de tu parte. Porque ahora que me has mandado caminar por Nueva York me doy cuenta de que la ciudad no es más que un espejo puesto frente a otro espejo, reflejados infinitamente hasta la insoportable confusión, y eso es todo, verdadera metafísica.

Entonces no me desconcierta demasiado que tus detectives –que no siempre son detectives de profesión- se involucren en incomprensibles investigaciones que poco a poco los va desdibujando, los vuelve otros, desconocidos, temibles… No estoy desconcertado, Paul, de veras; pero la verdad es que me has dejado un extraño sabor de boca…

Si en la literatura policiaca de finales del siglo XIX y principios del XX lo sustancial era la resolución de cada uno de los enigmas hacia el término del relato, en la siguiente generación surgió una reinventada novela negra que dio mayor relevancia al total de una enriquecida narración y no sólo al descubrimiento de misterios. Sin embargo, en la literatura que el escritor norteamericano Paul Auster compila en su libro La trilogía de Nueva York (1985-1987) se advierte una relectura controversial del género policiaco: el problema jamás encuentra solución. O, por lo menos, no se resuelve como el autor va obligando astutamente a que espere el lector. Como sea, la desazón lo mismo es torturante.

La trilogía de Nueva York, obra que le valió a Auster un irreductible prestigio internacional, reúne tres de sus novelas cortas (no policiacas sino detectivescas) escritas entre 1985 y 1987. La primera de ellas, Ciudad de cristal, es una minuciosa revisión de las obsesivas investigaciones de Daniel Quinn, un escritor de literatura policiaca a quien no le importa haber sido confundido con un detective y acepta resolver un caso, procurando pensar siempre como el lúcido personaje que él mismo ha creado en sus ficciones. Paulatinamente, Quinn se extravía en una historia de complejas implicaciones bíblicas y perturbadoras consecuencias paternofiliales.

En Fantasmas, segunda narración, un detective privado es contratado para vigilar incesantemente a otro sujeto durante un tiempo indefinido (trece días, ocho años). No hay otra instrucción, sólo vigilar las cosas que hace, con discreción, en silencio, sin siquiera pensar en la posibilidad de la observación de segundo orden: alguien que vigila al vigilante…

Por último, La habitación cerrada cuenta la historia de un hombre que enfrenta viejos odios desde el momento en que la mujer de su mejor amigo de la infancia, lo pone al tanto de que éste ha desaparecido inexplicablemente; luego se propone investigar con el fin de encontrarlo, pero a medida que pasa el tiempo sus intenciones primigenias se van trastocando.

Por supuesto, las narraciones de La trilogía de Nueva York pueden leerse por separado, pero sólo en su conjunto –aunque tal vez se trate de una mera sugestión causada por tanta cosa inentendible- se comprende que los tres relatos conforman una vertiginosa espiral en la que los protagonistas, resignadamente, sin excepción, arrojan su vida y aceptan seguir en estos “thrillers metafísicos” –como alguien los llama- con la única esperanza de quien sueña una pesadilla espantosa: despertar, por favor, ya.

Paul Auster, cuyas referencias literarias remiten a Cervantes, Dickens, Kafka, Becket y Montaigne, hace de estas tres piezas una amplia parábola de la obsesión, de su consecuente (y violento) cambio de comportamiento y, en general, de la deriva psicológica que es moverse en una ciudad como Nueva York: ese otro universo, peligroso, indiferente, azaroso, como un puño cerrándose con todos los lugares posibles dentro.

De Fernando Pessoa no sabemos nada porque, aunque fue un impúdico como acostumbran ser los poetas, a quien lucía desnudo definitivamente no era a él mismo. Y no sabemos nada porque dedicó la mayor parte de su vida a la invención y se quedó astutamente como un garabato en la cara de sus creaciones, aquellos hombres (es un decir) a los que obsequió este mundo. Y porque alguna vez escribió: “Finjo tan completamente / que llego a fingir que es dolor / el dolor que de veras siento”. Y porque él… Porque él…

Conocemos de Fernando Pessoa tanto como sabemos de nuestra ignorancia con respecto a él: nada. La imagen que logramos construirnos de este poeta lusitano es tan imperfecta como el desleído recuerdo que tienen los viejos sobre su encuentro remoto con los dioses. Se sabe que Pessoa nació en Lisboa en 1888; se sabe que es uno de los escritores más representativos de la lengua portuguesa, y se sabe también que vivió una infancia solitaria que lo obligó al taciturno recurso inventivo: luego escribió poemas sobre temas distintos de los que él recurría y los atribuyó a unos poetas-otros a los que nombró heterónimos.

La triada fundamental de la heteronimia de Pessoa la conforman los poetas Ricardo Reis, Alberto Caeiro y Álvaro de Campos. Los heterónimos, a diferencia de los pseudónimos y los desdoblamientos, son personalidades “completas”, con una obra artística y una historia independientes de las de su creador; tienen una biografía creíble (con fecha de nacimiento y de muerte, postura política, amantes, conducta) e incluso sus estilos literarios, sus temas y sus influencias, son diferentes e increíblemente verosímiles.

Ricardo Reis nació en Oporto en 1897; fue médico, latinista, fracasado y nihilista; se exilió voluntariamente en Brasil debido a sus preferencias monárquicas; luego de la muerte de Pessoa en 1935, volvió a Portugal, como hace constar, en El año de la muerte de Ricardo Reis, su “biógrafo principal”, José Saramago. Alberto Caeiro (Lisboa, 1889) tuvo una vida intrascendente; mediante su poesía reconstruyó el paganismo, fomentó el nihilismo e instruyó con diligencia a sus tres discípulos: Reis, Campos y el propio Pessoa. Por su parte, el ingeniero naval Álvaro de Campos (Tavira, 1890) fue el heterónimo más vanguardista de todos: volcánico y autodestructivo, bisexual y sadomasoquista, poeta.

–¿Cuál es la génesis de sus contradictorios heterónimos? –le pregunté a Pessoa (en realidad se lo preguntó Adolfo Casais Monteiro, pero da lo mismo; ya sé que tenemos un origen común).

–Tuve siempre, desde niño, la necesidad de aumentar el mundo con personalidades ficticias […] Tendría no más de cinco años y, niño aislado como estaba y sin querer dejar de estarlo, ya me acompañaban algunas de las figuras de mis sueños y otros que he olvidado […] Esta tendencia no pasó con la infancia […] Hoy ya no tengo personalidad: cuanto en mí pueda haber de humano lo he repartido entre los diversos autores de cuya obra he sido ejecutor. Hoy soy el punto de reunión de una pequeña humanidad sólo mía.

Ya esotéricos o paganos o nihilistas o futuristas, los heterónimos fueron personalizaciones que directamente despersonalizaron a Fernando Pessoa. De ahí que no se descarte la duda de si el escritor portugués en realidad, alguna vez, reveló su “verdadero yo”, o si todo fue resultado de su versátil invención.

En los últimos momentos de vida, Pessoa pidió que le alcanzaran sus gafas. Nadie se las dio. Como sugiere Saramago, tal vez lo que deseaba era un reflejo para ver qué heterónimo moría con él. Pero quizá sólo respondió mecánicamente a los movimientos de alguien que siempre había estado al otro lado de los cristales de las gafas y que en ese momento de agonía quería mirar. Porque la heteronimia de Pessoa también ha legado una dolorosa pregunta eternamente incontestable: nosotros, ¿de quién somos heterónimos?

Murakami, mi amor

23/12/2009

El Sputnik es el primer satélite artificial soviético que fue lanzado al espacio  en la década
de los cincuenta, con la perra Laika a bordo.

“Sputnik” es una palabra rusa que, traducida al español, significa “Compañero de viaje”.

Cuánto te quiero, mi amor. Te quiero porque vas y vienes como si fueras un satélite ruso, yendo y viniendo casi sin proponértelo, programadamente boba, en silencio; y la verdad es que también te detesto por eso, mi Sputnik y a veces me gustaría no sentir tanto por ti, porque te acercas y te alejas pero nunca me tocas, ni me miras, ni me amas como yo y entonces eres como las llamadas que me haces siempre a las 3:00 de la madrugada, esa absurda cercanía lejana de hablar por teléfono.

Tal vez los satélites artificiales y no tanto las llamadas telefónicas, constituyen la alegoría que recubre el sentido profundo de Sputnik, mi amor (1999): la soledad involuntaria, lo que queda del terco deseo de una compañía no correspondida. Le sucede a K., que está enamorado de Sumire; le ocurre a Sumire, que está enamorada de Myû; le sucede a Myû, que no está enamorada de nadie pero quisiera estarlo, porque es insoportable que alguien sufra por nuestra culpa.

En la novela del escritor japonés Haruki Murakami, el narrador, K., es un joven maestro de primaria que relata la historia de su amiga Sumire, una chica excéntrica que anhela ser novelista pero que no puede escribir la primera novela. K. está enamorado de ella, pero Sumire se ha involucrado con Myû, una misteriosa mujer madura de una belleza increíble. Juntas viajan a una isla griega. Allí Sumire desaparece, pof, “como el humo”. Myû y K. la buscan. K. desea encontrarla. En verdad K. desea encontrarla; por favor, Sumire, en verdad K…

Como los satélites artificiales que viajan por distintas órbitas en torno a la Tierra, estos tres personajes a veces pasan muy cerca el uno del otro, pero jamás viajan juntos, jamás abandonan su trayecto egoísta –hablando en metáforas–. Por un instante están así de cercanos, así del abrazo, del beso, pero así como llegan, se van.

“A partir de aquel momento, y en su fuero interno, Sumire empezó a llamar a Myû «Sputnik, mi amor». Sumire amaba la resonancia de esa palabra. Le traía a la memoria la perra Laika. El satélite artificial atravesando en silencio la oscuridad del espacio. Las dos negras y brillantes pupilas de la perra atisbando por el pequeño ojo de buey. ¿Qué debía de mirar en aquella soledad infinita del cosmos?”, nos cuenta K.

Hay quienes piensan que Sputnik, mi amor es una novela romántica. Pero la existencia del romanticismo exige la exclusión del realismo, y salvo las desapariciones de personas sin aparente explicación, esta novela es meramente realista. Nada más natural que la soledad imborrable, la incomunicación, la pérdida –inexplicable, sí– de quien amamos, el amor no correspondido.

Y en el fondo de las hebras “mecanotejidas” de esta novela, Murakami nos ofrece la posibilidad de una nueva forma de buscar lo perdido y, con ello, una nueva forma de encontrarlo. Suele llamarse sugestión: aquello que imaginamos sin nuestro permiso, que nace de nuestro ingenuo deseo inconsciente.

¿Quién llama?… ¿Sumire?… ¿Eres tú, Sumire?… (interferencias).

Sencillez, un irremediable uso de sustantivos contenidos en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente más la filosofía oriental del “aquí ahora” se contienen en un haiku.

Confundirlo con simplicidad sería fácil pero en unas líneas a veces acompañadas de ilustraciones, el haiku logra amalgamar la evocación de un sentimiento, un suceso y una estación. Profundo, efervescente, eufórico o melancólico  puede con exactitud crear imagenes y sonidos que se diluyen con rapidez. Sin rodeos, habla de lo que sucede en este lugar en este momento.

Al poeta japonés Shiki se le debe la denominación con la que conocemos a estos pequeños poemas. Incluyó influencias occidentales y restó elementos religiosos que dominaron gran parte de las tendencias creativas para este modo de literatura en sus inicios.

A pesar de que los antecedentes del haiku se hallan desde el siglo XVIII o incluso antes, el género se extendió por Asia y otros continentes. El siglo XIX se vio favorecido por innumerables autores que escribieron poemas de tres versos en sus idiomas natales y especificidades de estilo para apartarse de la norma clásica.

Esta forma de expresión heredada de Japón e influida por el zen es una poesía sin rima, la apreciación de un acontecimiento o el relato instantáneo de él. Es también la forma más romántica de reflexionar. ¿Existirá ejercicio más difícil que decirlo todo en tan pocas palabras?

旅に病んで夢は枯野をかけめぐる

(Enfermo en el camino
mis sueños merodean
por páramos yermos.)

Matsuo Bashô

All day long
wearing a hat
that wasn’t on my head.

Jack Kerouac

Parmi ces débris, ramassez
Ce qui peut être encore utilisé.
Vous laisserez le reste.

Julien Vocance

– Passados amores? –
Animas-te, dizes
Não sei que terrores…

Camilo Pessanha

La vieja mano
sigue trazando versos
para el olvido.

Jorge Luis Borges

(Rayuela es un juego de niños que consiste en sacar de varias divisiones trazadas en el suelo –numeradas del 1 al 10– un tejo al que se da con un pie, llevando el otro en el aire y cuidando de no pisar las rayas y de que el tejo no se detenga en ellas. El número 10 representa el cielo. Llegar al 10 es ya no estar aquí.)

 Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. 

Julio Cortázar

 A mediados del siglo pasado, apoyado en las barandas del puente de la rue de Seine en París, mirando hacia el río Sena, en la página 15 ó 16 de Rayuela, Horacio Oliveira articuló una pregunta que tal vez jamás sabremos si la dirigió hacia él mismo, hacia nosotros, ¿o hacia quién, merde?: “¿Encontraría a la Maga?”, preguntó.

Podemos pensar que la novela cuenta la historia de un amor azaroso entre Oliveira y la Maga sólo si estamos mínimamente convencidos de que tal cosa puede existir incluso en el mundo posible de la literatura: Oliveira y la Maga caminan por calles distintas de París sin la intención de encontrarse y, sin embargo, sin buscarse, se encuentran.

“Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas”, relata Oliveira.

Con Rayuela (1963), el escritor argentino Julio Cortázar pasó por la literatura igual que Charlie Parker lo hizo por la música: como una mano que da irreversiblemente la vuelta a una página; un remolino aniquilador que se lleva lo permanente, el paradigma inmovilizador.

Después de esta novela –lo dice también Vargas Llosa– la literatura sólo podía seguir por dos caminos, aunque siempre chocaba contra un muro de contención que, a su vez, evitaba su fuerte caída: la producción literaria que nacía con la estructura de la novela clásica de pronto pareció anticuada, terca y aquellos que se aventuraron a escribir como Cortázar, sin cortapisas, no eran más que la inútil continuación de algo que, desde el principio, desde Rayuela ya estaba terminado.

Esta obra es la representación de toda una filosofía de Cortázar: hacer literatura, como vivir la vida, como jugar la rayuela, divierte; escribir no requiere de doctorados en letras; la literatura se asfixia si se hace de ella un ritual sagrado, y sólo quien se atreve a profanarla se vuelve en realidad su libertador. La literatura cortazariana es un juego, pero un juego bien realizado.

De ahí nace el nombre de una novela en la que el jugador –o lector– puede elegir si lee Rayuela de forma lineal, convencional, o si quiere transitar por sus capítulos de un modo turbulento y al parecer también azaroso, a saltos. Porque, como lo explica su autor, se trata de una novela que es dos novelas a la vez (y quizá tres o dieciocho, mil).

Y quién sabe. Tal vez nosotros, igual que Oliveira, andamos por el mundo como si en el suelo hubiera dibujada una gran rayuela invisible: dejando todo al azar. Y al detenernos en una esquina a fumar un cigarrillo o al dar vuelta en una calle por donde no solemos pasar al volver a casa, sin darnos cuenta estamos evitando la raya que separa al cinco del seis o al siete del ocho; qué importa cuál sea, si lo único que queremos al final del juego, de la vida, es poner rabiosamente los pies en el cielo del “10” y entrar en la delgada cintura de la Maga que nos mira y sonríe sin sorpresa, porque nuestro encuentro con ella no ha sido casual, tampoco planeado.

 

El registro de la passarola en los volúmenes de la literatura histórica equivale a un terrible manotazo en la nuca: el primer vuelo en un artefacto más pesado que el aire no fue el de los hermanos Wright, en 1903, como inapelablemente hemos creído en todo este tiempo… 

 

Blimunda y Baltasar se aman y no lo dicen. Están casados, se aman y no lo dicen. Se buscan cuando se pierden. Se encuentran. Con el padre Bartolomeu construyeron la passarola. Los tres volaron en ella y vieron un Portugal que jamás nadie verá, porque la gente de ahora vuela en aviones o en globos o en imaginaciones. O no vuela.

Ella tiene el poder de mirar en el interior de las personas; su marido es un soldado que ha quedado manco; el cura muere enloquecido por el deseo irrefrenable de volar. Y pese a todo, construyen la passarola con hierro, imanes y ámbar. El combustible utilizado es éter: aquella «cosa« que mantiene las estrellas colgadas de la noche, aquella «cosa» que Dios respira. Es tarea de Blimunda y Baltasar atrapar el éter, que es etéreo.

Esto nos cuenta el escritor portugués José Saramago en su novela Memorial del convento (1982), relato histórico que, más allá de retratar, es fotografía del Portugal de principios del siglo XVIII durante la época de la Inquisición, los autos de fe y naturalemente, del olor gallinezco que expele la carne humana quemada. Hay mancos y videntes que se enamoran mientras asisten al suplicio de los infieles. Al amor, lo sabemos, no importan las circunstancias.

Narrada en tercera persona, la novela plantea dos ejes. Es una historia de amor que gira en torno de la construcción de un convento en Mafra a petición del rey Don Juan V, o es el relato de la construcción de un convento en Mafra que gira en torno de una historia de amor.

De construcciones de edificios sabemos lo necesario. Pero de amores que se demuestran sin palabras de amor, ¿qué sabemos?

El montón de letras y comas que estila Saramago se convierten en imágenes móviles gracias a su poderosa capacidad descriptiva y narrativa. Pero el Nobel de Literatura 1998 no puede quedarse quieto, no le bastan las descripciones que sólo sirven para repetir lo evidente. Critica la aristocracia, denuncia la Inquisición, reflexiona sobre la voluntad, la perseverancia, la pobreza del cuerpo y su banalidad, el valor del amor y su eternidad.

Memorial del Convento es la historia de un amor diferente, como no lo conoceríamos jamás. Un libro necesario para quien ya está harto de volar en aviones o en globos o en imaginaciones. O de no volar.

«La poesía morirá si no se la ofende, hay que poseerla y humillarla en público.»

                                                                                                                         Nicanor Parra

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En 1945 se publicaba un texto que sería conocido como «Poemas y Antipoemas» del escrito chileno Nicanor  Parra, además tres años antes la edición de «Artefactos», un paquete de 242 tarjetas de texto e imagen habían precedido el inicio de una revolución literaria. Estas publicaciones serían la piedra de toque para fundamentar no un estilo, sino una corriente literaria que se caracterizó por la negación, la deconstrucción y la descontextualización del verso y la poesía en sí misma.

Adeptos del uso del cliché y la frase ad hoc, esta forma de no-hacer poesía recurría al absurdo uso de los elementos del lenguaje común para seducir al lector. No afirmaba al verso sublime y amoroso sino al escrito pesimista, cínico y desencantado hasta la médula. Esto era antipoesía.

Los expertos han llegado a colocar este contrasentido narrativo como un ejercicio que se oponía a la poesía lírica de Neruda. El invento de Nicanor Parra hacía hablar al individuo más irónico y sarcástico en un tono intelectual, cotidiano o con aires de publicitario; que al tiempo pretendía despojar al verso de la solemnidad que la poesía pudiese tener de facto.

Un lenguaje delicado y esnob arrancaría gestos de burla al partidario de lo que aquí hablamos. Él coincidiría con el desconcierto, con la destrucción de las formas líricas para sustituirlas por las fórmulas científicas, filosóficas o comerciales extraídas de su lugar de origen para vaciarlas en el arte. Él sería una suerte de terrorista de la poesía.

La antipoesía es un enfrentamiento con el mundo complaciente y sintético, es la evidencia del ser humano  sumergido en una moral que no funciona y el alejamiento tajante a cualquier creencia política o religiosa. La no poesía es un contratexto alienado, que llega a denunciar la ruptura social sin dejar la mínima esperanza a la redención.

Los antipoemas son la revelación de que existe un tipo de individuos que ya no pueden sorprenderse de nada, ni escribir odas ni consagrar al hombre o sus creaciones. Sin embargo, la antipoesía sí nos coloca en el entendimiento de la realidad desde un principio distinto: el del desasosiego. Aporta al arte, como lo hicieron algunos de sus predecesores, el recurso de la palabra soportada en la imagen. La antipoesía es no poesía, pero es sí comunicación.

 

*Porque explicar es un ejercicio estéril cuando de trata de antipoesía, ella lo hará por sí misma.

 

Test

(Nicanor Parra)

 

 Qué es un antipoeta:

 Un comerciante en urnas y ataúdes?

Un sacerdote que no cree en nada?

Un general que duda de si mismo?

Un vagabundo que se ríe de todo?

Hasta de la vejez y de la muerte?

Un interlocutor de mal carácter?

Un bailarín al borde del abismo?

Un narciso que ama a todo el mundo?

Un bromista sangriento?

Deliberadamente miserable?

Un poeta que duerme en una silla?

Un alquimista de los tiempos modernos?

Un revolucionario de bolsillo?

Un pequeño burgués?

Un charlatán?

     un dios?

         un inocente?

Un aldeano de Santiago de Chile?

 

Subraye la frase que considera correcta.

 

Qué es la antipoesía:

Un temporal en una tasa de té?

Una mancha de nieve en una roca?

Un azafate lleno de excrementos humanos

Como lo cree el padre Salvatierra?

Un espejo que dice la verdad?

Un bofetón al rostro

Del Presidente de la Sociedad de Escritores?

(Dios lo tenga en su santo reino)

Una advertencia a los poetas jóvenes?

Un ataúd a chorro?

Un ataúd a fuerza centrífuga?

Un ataúd a gas de parafina?

Una capilla ardiente sin difunto?

 

Marque con una cruz 

La definición que considere correcta.

 

*De «Artefactos»:

deathestos_enamoradosme_emborrachoojo_poetas-1

 

 

El fenómeno del download, fuera de la controversia o las implicaciones económicas y políticas para  la industria musical, es hoy una realidad que no puede escapar a nuestra atención. El MP3 ha llenado la memoria de nuestras computadoras y millones de archivos de audio son descargados a diario alrededor del mundo.

La relación del individuo con el producto auditivo se ha vuelto cada vez más estrecha, llevándola al punto en que los audífonos y reproductores de MP3 devinieron accesorios, artefactos de uso cotidiano cada vez más necesarios.

La música como generalidad, tracks sueltos o discos completos y podcast como especificidad; se han convertido en los contenidos predilectos de aquellos que jamás abandonan su casa sin sus reproductores, o que prefieren trabajar mientras escuchan y a quienes el recorrido del hogar a su destino es mucho más agradable con algo que endulce el oído.

Las ventajas del download son innumerables. Entre ellas que tú eliges lo que quieres escuchar, “personalizando” los contenidos que llevas contigo además de decidir cuándo quieres oírlos.

Apostándole a todo esto, al auge de las descargas de los archivos de audio y considerando que la mayor parte de las personas invierten una gran cantidad de tiempo en transportarse de un lugar a otro en las ciudades,  la UNAM decidió poner a disposición del público en general contenidos culturales para su descarga a través del portal Descarga Cultura.

El podcast cultural de la Universidad ofrece la posibilidad de tener acceso legal y gratuito a archivos MP3 entre los cuales se cuenta poesía, teatro, cuentos, narrativa diversa en voz de sus autores, obras de la literatura universal y música clásica. Entre los autores que conforman el catálogo están Juan Villoro, Sor Juana Inés de la Cruz, Edgar Allan Poe, Vicente Leñero y Fidor Dostoievski entre muchos otros.

Tal vez la próxima vez que descargues algo de música quieras también bajarte “Los conmemorantes” de Emilio Carballido o “Un Asesinato” de Antón Chéjov. Descarga Cultura sólo te pide estar registrado con un correo electrónico y no importa si vives fuera de las fronteras mexicanas o no eres universitario. Nadie va a sospechar que estas “leyendo” grandes obras de la literatura mientras llevas puestos tus audífonos y caminas por la calle. Así como todos, así como muchos.

 

Descarga Cultura